Mezclado, no agitado
ARTURO PÉREZ-REVERTE | El Semanal - 01/10/2012
En octubre de 1964, cuando yo estaba a punto de cumplir
trece años, un hermano marista al que apodábamos Dumbo me sorprendió en un
pasillo leyendo Goldfinger. El delito era doble: no estaba dentro del aula, y
esa novela era para adultos. Eso dio lugar a que mi padre fuera convocado para
notificarle que el libro quedaba confiscado y que yo había cometido una doble
falta: ausentarme de clase y leer novelas inadecuadas. Pero mi padre estuvo a
la altura de las circunstancias. Con mucha calma le dijo a Dumbo que yo
asumiría el castigo que el reglamento del colegio estableciese; pero que dos
cosas debían quedar claras. Una, que la novela era suya y se la llevaba. Otra,
que era él quien decidía sobre lo adecuado en las lecturas de su hijo; y que yo
también leyera novelas de James Bond le parecía adecuadísimo, pues eran muy
entretenidas, estaban bien escritas y estimulaban la imaginación. Así que, en
cuanto regresáramos a casa y yo hiciera los deberes, me devolvería el libro para
que acabase de leerlo. Y así fue como ocurrió.
Tengo ese mismo ejemplar a la vista mientras tecleo estas
líneas. Esa primera edición de Goldfinger y otra de Operación Trueno del año 66
son las dos únicas novelas de la serie escrita por Ian Fleming que, procedentes
de la biblioteca de mi padre, conservo todavía. Las otras murieron por el
camino, deshechas de ser leídas y releídas, prestadas a amigos que nunca las
devolvieron u olvidadas en cualquier sitio, como suele ocurrir con esa clase de
libros en formato de bolsillo, editados en un papel que amarillea y resiste mal
el paso del tiempo. Hace unos años, deseando tenerlas de nuevo, compré las
catorce novelas de la serie, en edición moderna, y releí algunos títulos
disfrutándolos mucho; confirmando por qué a mi padre, que sobre todo era lector
de literatura e historia navales, le gustaban las novelas de Ian Fleming tanto
como las de otro autor policíaco y de espionaje que también conocí a través de
él: Eric Ambler, el autor de La máscara de Dimitrios -extraordinaria película,
por cierto- cuyas novelas también procuro recuperar en librerías de viejo y
reediciones modernas -con Agatha Christie y otros autores de novela negra ya lo
conseguí hace tiempo-, en un intento por reconstruir en lo posible esa parte amena
y pintoresca, más caduca, ligera y de difícil conservación, de la biblioteca
paterna.
Hoy les cuento eso porque este año se cumplen sesenta desde
que Ian Fleming escribió su primera novela sobre James Bond, y no quiero que
pase la fecha sin dedicarle un guiño de homenaje. En mi temprana juventud
lectora pasé estupendos ratos leyendo sus novelas -incluso antes de tener edad
para ver en el cine las películas rodadas sobre éstas-, y malvados como Auric
Goldfinger, Emilio Largo o Le Chiffre ocuparon mi imaginación con la misma
intensidad que Rupert de Hentzau, Rochefort o Javert; nunca hubo una secretaria
eficaz que no me recordase a miss Moneypenny, ni bebí un martini -mezclado, no
agitado es una incorrecta traducción de shaken, not stirred- sin recordar al
agente 007. Por supuesto, he visto las veintidós películas hechas sobre el
personaje, incluidas las mediocres interpretaciones de George Lazenby, Timothy
Dalton y Pierce Brosnan, la guasona y divertida encarnación de Roger Moore, y
la contundente, casi perfecta, asunción del personaje por el pétreo Daniel
Craig. Sin embargo, cada cual es hijo de su tiempo, sus lecturas y su cine. O
su tele. Así que comprendan ustedes que, en mi imaginación, James Bond tenga
los rasgos indelebles de Sean Connery, del mismo modo que las palabras chica
Bond irán siempre unidas, en mi memoria pavloviana, a la espléndida y húmeda
imagen de Úrsula Andress saliendo del mar con bikini blanco y cuchillo al cinto
en 007 contra el doctor No.
Y oigan. Me importa un pimiento frito que estudios de
perspectiva diversa, incluido feminismo radical, etiqueten a James Bond como
sexista, snob, asesino, sádico y vulgar. La literatura, buena, mediocre o mala,
profunda, de entretenimiento, o la que combina sin complejos todos los niveles
posibles, no tiene obligación moral alguna: cuenta mundos, narra miradas,
registra recorridos en los diferentes estratos y situaciones que la vida, y los
libros que la exploran, despliegan ante los ojos del lector. Y estoy convencido
de que, en ese territorio sin reglas ni cánones absolutos, tan útil o
interesante puede ser una conversación entre Hans Castorp y Settembrini en La
Montaña mágica como los silencios del capitán MacWhirr en Tifón, la muerte de
Porthos en el Bragelonne o la tortura de que es objeto Bond, desnudo y atado a
una silla, en Casino Royale. Por eso saludo a ese sexagenario 007 como lo que
soy: un viejo lector agradecido.
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