ÚLTIMA LLAMADA
Me derrumbo cansado en el último asiento del último vagón. Ése reservado a los minusválidos, que puede levantarse ante la inminente aparición de una silla de ruedas.
Fin de jornada, fin de semana, por fin el fin.
Volvemos a casa los últimos de la noche cruzando nuestras vidas con los jóvenes e inmortales vampiros del amanecer, y observando al personal, me doy cuenta que en el breve espacio del tren, la gente no se relaciona.
En asientos de tres, dos seres humanos se sientan en los extremos, y si acaso se llenaran los tres lugares, en cuanto un extremo quedara libre, como polos que se repelen, habría alejamiento.
Es curioso. No podemos vivir en soledad, pero odiamos que se nos siente al lado un extraño.
La mayoría del tren va abducida por el móvil. Música, mensajes, juegos, “wasap”, o conversaciones con gente que a distancia siempre pregunta lo mismo:
- ¿Dónde estás?
Algunos, los menos, leen un libro.
Otros pierden la batalla con Morfeo.
Y yo observo.
Delante de mí se sienta un hombre que he visto muchas veces. Tenemos horarios similares.
Nunca hablamos. Nunca le vi sonreír. Ni siquiera una mueca brotó de su faz cansada,
Le denomino Sr. Madera, por el serrín que baila entre sus botas de trabajo y el bajo de sus pantalones. Mis deducciones “Holmesianas” apuntan a que trabaja en una fábrica de palés, de ahí el serrín y las pequeñas manchas de algo que apostaría es resina. Existen varias fábricas de ese tipo en la zona de la que nos retiramos tras cada batalla diaria.
Siempre está muy serio, y únicamente su rictus se relaja cuando se adormece. Quizás es el único lugar donde encuentra la paz. Un sueño que, como alfombra mágica, le elevará de las preocupaciones del día a día, y le acunará junto a las personas que ama, al calor de un remoto paraíso por descubrir.
Contemplo su descanso con una sonrisa en los labios.
Un momento es el momento.
De repente suena su móvil, y todo cambia.
Frunce el ceño. Mira la iluminada maldita pantalla, y aprieta los labios.
Pulsa y responde:
- Dime.
- …
- En el metro.
- …
- He salido tarde.
- …
- Horas extras.
- …
- No, no he ido al bar, joder.
- …
- ¡Que no!
- …
- …
- …
El Sr. Madera está furioso pero se controla. No se si es por la conversación, casi monólogo, que está recibiendo, o por la interrupción del viaje a un lejano paraíso mientras su mente se evadía.
O ambas cosas.
Los nudillos de su mano palidecen por la presión sobre el tecnológico Strogoff, mientras su interlocutor, o interlocutora (creo que es su mujer) sigue asesinando sin piedad el único momento de asueto que hubo en el día, o tal vez en la semana, o tal vez…
- ¡…!
- ¡¡…!!
- ¡¡¡…!!!
Lo que antes eran palabras, ya son gritos que a través de las ondas magnéticas llegan al receptor que el Sr. Madera ha dejado de escuchar, pero que no ha colgado, y descansa en el fondo de su mano, apoyada en su muslo.
Su mirada es de derrota, de cansancio, de hastío.
Llegamos a una estación.
Se abren las puertas.
Sube un pasajero, y antes que las puertas se cierren, el Samsung Galaxy S Plus Smartphone cruza el umbral del vagón, el andén de la estación, y se estrella en mil pedazos contra la pared. Se cierran las puertas.
El Sr. Madera se acomoda en su asiento, tranquilo y relajado, ignorando las miradas de los absortos compañeros de viaje y el cuchicheo que se crea, y que apaga el ruido del tren al arribar al túnel.
Le observo de hito en hito. Está triste. No creo que únicamente haya destrozado un móvil. Algo más se quedó pegado a la pared de la estación. Cierra los ojos enrojecidos, e inicia el asalto a la colina de los sueños, aunque ahora es una batalla perdida.
Me alegro que haya destrozado a ese pequeño asesino de momentos.
Ése del que no nos podemos despegar y que controla nuestro tiempo, nuestra vida, nuestros sueños.
Ése que no pregunta antes de apuñalar por la espalda nuestra libertad. La libertad de estar en soledad.
Llega mi parada.
Me levanto lentamente.
Espero ante la puerta observando al Sr. Madera reflejado en el cristal, entre el “No suban ni bajen del tren después de oír la señal” y el “cuidado con el hueco entre el tren y el andén”.
El tren se detiene y abre las puertas.
Cruzo el umbral. La estación está desierta y soy el único que abandona.
Me giro rápidamente.
- ¡Eh!, ¡Sr. Madera!
Me mira sorprendido.
Saco mi móvil del bolsillo, y lo dejo caer en el hueco entre el andén y el vagón.
Se cierran las puertas, pero aún alcanzo a escuchar la sonora carcajada del Sr. Madera antes de perderse el tren en el siguiente túnel.
Enrique Luna
-EL CASTOR-
Hola, Enrique. Veo que no sólo viajas en el metro, sino que además eres un buen observador. Como sabes, la observación es el refugio de nuestras ideas y tú las almacenas y las transmites muy bien.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu relato.
Enhorabuena