martes, 17 de abril de 2012

ESTUDIO CYRANO II, EDMOND ROSTAND, AUTOR.


Edmond Rostand o el éxito considerado como fracaso

Hay éxitos que acaban con uno, y el caso de Edmond Rostand y “Cyrano de Bergerac” es un ejemplo clásico de esto. 

Edmond Rostand


Edmond Rostand sufrió tan brusco golpe de éxito tea­tral con su “Cyrano de Bergerac” como, en palabras de un crítico francés, «no se había visto otro desde Marcel Pagnol». Su “Cyrano” se convirtió en un mito, en un héroe nacional anclado en el subconsciente colectivo de los fran­ceses. El presidente de la república, Elie Faure, fue a ver la obra con su familia el 6 de enero de 1898, diez días des­pués del estreno, y concedió la Legión de Honor a Ros­tand, súbitamente erigido en redentor del teatro francés.
 

Este éxito perenne, y creciente, de su Cyrano descon­certó por completo a Edmond Rostand, que se sabía con talento, pero no genio, le hizo sentirse supervalorado y le condenó a una especie de perpleja esterilidad.
 

Después del Cyrano, Rostand vaciló largamente entre diversos proyectos grandiosos: Don Quijote, Fausto...
 
…al fin L'Aiglon, estrenado en 1900, drama histórico-psicológico sobre el duque de Reichstadt, contiene, según muchos, su mejor estilo y su más profundo diálogo, pero se pierde en morbosidades y tuvo mucho menos éxito; Chantecler, estrenado en 1910, drama alegórico, compite con el ante­rior en cuanto a calidad, pero tampoco pegó fuerte, y mu­chos lo consideran «inteatrable». Finalmente Rostand se refugió en Don Juan: su Derniére nuit de Don Juan, obra póstuma, recibió recientemente la atención del poeta Raymond Roussell, que le dedicó un inteligente estudio, pero esto no ha bastado para sacarla del olvido.
 
 
Edmond Rostand es Cyrano, y esta coyunda desigual fue causa de la neurastenia progresiva que complicó con achaques psicológicos su enfermedad pulmonar y le in­dujo a alejarse de París a partir de 1900 para huir de una fama que le abrumaba y era objeto de toda clase de chis­tes y críticas crueles tanto como de elogios desmedidos: «No hay un solo anacronismo en Cyrano —escribió Ros­tand a un crítico erudito— que yo no conozca perfecta­mente, y hasta podría añadir dos o tres a la lista de usted.» En otra ocasión se queja de que no había un solo ensayo, artículo o comentario sobre Cyrano de Bergerac como per­sonaje histórico que no empezase recomendando «no con­fundirle con el personaje ficticio de Edmond Rostand».


Rostand pasó el resto de su vida, como su otro perso­naje, el duque de Reichstadt, torturado por sueños de glo­ria inalcanzables. «A mí —dijo en una ocasión—, entre la sombra de Cyrano y las limitaciones de mi talento, no me queda más solución que la muerte.» Y la muerte le llegó prematuramente, por causa ostensible de una gripe contraída durante las festividades de la victoria francesa en la primera guerra mundial, pero, contra lo que se dice, no fue en su finca de Cambó, donde vivía ahora, sino en París, en el número 4 de la avenida de Bourdonnais, su último domicilio, el día 2 de diciembre de 1918.

Sus últimos años fijaron su iconografía para la posteri­dad: monóculo, bigote fino como trazado a lápiz, calvi­cie precoz, arrogancia apuntalada por intachable y algo rebuscada elegancia, y una mirada de reto que ocultaba su creciente perplejidad ante tan desmedido éxito. 

Edmond Rostand nació en Marsella, en el núme­ro 14 de la calle que ahora lleva su nombre, el 1 de abril de 1868, y estudió en el instituto de esa ciudad. Fue bri­llante alumno, niño solitario y silencioso, obsesionado desde muy temprano por la literatura, y, sobre todo, por el teatro, sin que una periférica licenciatura en Derecho bastara para desviarle de su propósito obsesivo, que era escribir. 
Procedía de la alta burguesía culta: su padre fue fecun­do especialista en cuestiones sociales, poeta y autor de una, al parecer, buena traducción de Cátulo; y un tío suyo era banquero y compositor.
 
Rosemonde Gérard

Conoció a su mujer, la poetisa Rosemonde Gérard, des­cendiente del mariscal napoleónico del mismo apellido, en el salón literario del poeta Leconte de Lisie. Rosemonde Gérard tenía tres años menos que él, y murió treinta y cinco años después que él, en 1953: «Siempre he vivido —dijo al morir— a la sombra de Cyrano de Bergerac; mo­mentos hubo en que no sabía de quién era viuda: si de Edmond Rostand o de Cyrano de Bergerac.»
 

Fiel a esta tradición familiar, Edmond Rostand la con­tinuó en la persona de sus dos hijos. Maurice Rostand, nacido en 1891 y muerto recientemente, fue también autor de dramas en verso: La Gloire (1921), Le Secret du Sphinx(1924), El Proceso de Oscar Wilde (1948) y de poemas y novelas. Y Jean, nacido en 1894 y muerto también hace poco tiempo, fue biólogo eminen­te, ensayista y moralista, escritor de talento y sinceridad: su idea central era que, ante la moderna ciencia biológi­ca, es imposible aceptar una explicación espiritual del universo; sus principales obras son: Le Journal d'un Charactére (1931), L'Aventure Hwnaine (1933-1935), Jour­nal d'un Biologiste (1939) y La Vie etses Problémes, tam­bién de 1939. 

Antes del éxito de Cyrano de Bergerac, Edmond Rostand había tentado ya el teatro con variada fortuna, aun­que su estreno literario, si prescindimos de esfuerzos anteriores frustrados o inéditos, fue un libro de versos, Les Musardises, que hubo de editarse con dinero de su bolsi­llo y no se vendió nada, aunque consiguió algunas críti­cas favorables y acabó siendo muy vendido. Este libro, escrito en torno a su prometida, es muy desigual, y su tí­tulo viene del verbo musarder, que, en definición del pro­pio Rostand, significa «perder el tiempo en cosas de nada».
 

Uno de sus poemas comienza con este verso:
 

II fait un temps si beau que l'on n'ose pas vivre,
 
(El clima es tan hermoso que no nos atrevemos a vivir)

y termina:
 

car le temps est si beau que l'on pense aux morts
(porque el tiempo es tan hermoso que pensamos en los muertos)


Antes del Cyrano de Bergerac, Rostand había es­trenado tres obras de teatro: Les Romanesques, en 1894, variaciones en torno al tema de Romeo y Julieta; Shakes­peare más vaudeville. Tuvo éxito y la crítica elogió su ori­ginalidad y destreza teatral. 
Sarah Bernhardt
La Princesse Lointaine, estrenada en 1895, enamoró a la gran Sarah Bernhardt, dictadora entonces del teatro pa­risino, que la estrenó contra viento y marea. La obra no tuvo eco, y perdió doscientos mil francos, debido al fas­to con que había sido montada. 
Sarah Bernhardt no perdió la fe en su protegido, y aco­metió su obra siguiente: La Samaritaine, estrenada en 1897 y mejor acogida por el público. Esta fe, Rostand se la re­compensaría al brindarle, con L 'Aiglon, uno de los pape­les más triunfales de toda su carrera: el Aguilucho, fue hijo de Napoleón; no éste, con mucho, el primer papel masculino de la gran actriz, que hizo famoso su Hamlet, y también hizo alguna vez el papel de Cyrano, alternándolos con el de la amante lejana de éste, Roxana.




Fuentes:
Prologo de Jesús Pardo para la edición del Centenario de Ed.Espasa.
Wikipedia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario